Desde lo alto de una Catedral inacabada (I): El horizonte de las catedrales, el perfil de la Catedral de Valladolid
Siempre me ha parecido, y especialmente en Castilla, que las catedrales definen muy bien, no solo el perfil y el horizonte físico de las ciudades sino también su historia, su trayectoria, sus aspiraciones y fracasos. Todo esto, gracias a la condición de sociedad sacralizada en la cual se han ido conformando estos núcleos urbanos que han crecido y han asumido un papel político y social a lo largo de los siglos.
A veces, cuando han vivido transformaciones muy notables, como sucedió en el caso de Valladolid, su Catedral se ha visto empequeñecida frente a los paisajes más estancados que podemos observar en Salamanca o en Segovia, sin olvidar lo importante que son las torres de las catedrales para hablar de León o Burgos.
El lugar donde ubicar la cátedra del obispo se encontraba escogido, a veces notablemente elevado, por lo que resulta complicado ocultar la fábrica de un edificio construido, la mayoría de las veces, a lo largo de centurias.
Ha comenzado un nuevo tiempo para la Catedral de Valladolid, espacio que ha acompañado la trayectoria de la ciudad. Por eso, es menester recurrir a su origen definitivo, en la figura del conde Pedro Ansúrez y su esposa doña Eilo, a través de la fundación de la Colegiata de Santa María la Mayor, cuyas últimas ruinas podemos hoy conocer en la parte posterior de la moderna catedral. Las distintas instituciones, la Archidiócesis, el Ayuntamiento de Valladolid y la Junta de Castilla y León junto con el Gobierno de España, se han comprometido a un proceso de recuperación que nos permitirá valorar, espero que definitivamente, lo que significa este conjunto histórico y religioso para el conjunto de los ciudadanos que moramos en la ciudad que es la del Pisuerga, pero también la del Esgueva o la Esgueva que discurre oculto bordeando el actual edificio.
En ocasiones, me sitúo al comienzo de la calle actualmente llamada Arzobispo Gandásegui, a los pies del camarín de la penitencial de Las Angustias y observo la mole de historia incompleta, inacabada, amputada, arruinada y desigual. Desde la visión del historiador es posible entenderla muy bien, aunque el lenguaje arquitectónico en el exterior no resulte armónico. Esa debe ser la clave, los ciudadanos de Valladolid tenemos que conseguir comprender y leer la historia en las piedras desordenadas de las colegiatas y la Catedral. No vale en este análisis recurrir a proyectos y desechar todo aquello que no responde a lo inicialmente planificado, en este caso, por Juan de Herrera. Desde finales del siglo XI, la historia de Valladolid ha pasado por este entorno. Quizás, frente al desasosiego que puede producir en el exterior los muñones de un anhelo interrumpido, en el interior podemos alcanzar la paz de la monumentalidad, de una arquitectura para sentir la grandiosidad de lo divino, la solemnidad austera del culto.
De ahí que he considerado caminar contigo, lector habitual de esta página, a lo largo de los siglos de Valladolid y preguntarme las razones de este resultante que hoy llamamos Catedral. Nada de lo importante que sucedía en la villa que se transformó en ciudad, precisamente acompañando la creación de la Diócesis, ha dejado de pasar por unos rincones o por otros: los condes fundadores, los sucesivos y muy desconocidos abades (por no decir poco atendidos, incluso, por los estudiosos), príncipes y reyes, numerosos privilegiados buscando la salvación al solicitar dentro de sus muros el enterramiento de sus cuerpos o el sufragio de sus almas, arquitectos y toda clase de artistas que han trabajado para una obra eterna, obispos y canónigos que han debatido hasta dónde llegaban las atribuciones de cada uno, embajadores que trataban de ratificar paces, imágenes milagrosas, cofrades en todo tipo de procesiones y músicos que han configurado las partituras de una palabra armoniosa de alabanza, olvidada hoy en un archivo musical que la mayoría de los que habitan Valladolid ni imaginan su existencia.
El sacerdote e historiador Luis Resines la definió como la “catedral de papel”, no por su falta de solidez sino porque Felipe II (de próxima conmemoración cinco veces centenaria) concedió a su Cabildo el monopolio de impresión de las cartillas de la doctrina cristiana para tratar de ayudar a la culminación del proyecto diseñado por Juan de Herrera. Cartillas con las cuales se aprendía a rezar y a leer, quizás las primeras y a veces las últimas letras de sucesivas vidas analfabetas como observó el maestro Teófanes Egido. Iglesia mayor que nos explicará el crecimiento de la villa, sus instituciones (la municipal y universitaria); sus cambios, reconstrucciones y, a veces, derribos, dentro de una trayectoria que apenas ha sabido conservar los perfiles que podían ser fácilmente reconocibles.
Iniciamos con sosiego el paseo por el tiempo para saber comprender juntos y apreciar de la mano de la historia, la Catedral que nos detiene cada día en nuestra cotidianidad. Se lo adelanto, todo ello me resulta de una belleza inquietante.
Javier Burrieza Sánchez · Historiador